lunes, 13 de abril de 2009

GUAYABO Y FRUGONI, UNA ESQUINA COMO POCAS


Montevideo nació abierto a todas las culturas y así se estableció su perfil urbano, mezcla de estilos que conviven en armonía y buena vecindad.

La calle Emilio Frugoni hace muchos años que se convirtió en pasaje, arbolada, con bancos, canteros, juegos y niños.

Este entorno singular, está presidido por un monolito que recuerda a Francisco Antonio Maciel, primer filántropo uruguayo muerto en este lugar cuando, como un montevideano más, defendía Montevideo de las invasiones inglesas en 1807.

Desde el final de la peatonal se aprecia una esquina como pocas, a la derecha hay un templo que parece escapado de tierras anglosajonas, neogótico, enladrillado, enrejado, exhibe con orgullo los colores de sus vitrales y tiene como patrona a la misma Isabel II de Inglaterra.

Enfrente, un edificio de apartamentos lleno de simetrías, con entrada por Guayabo y salida por Frugoni, con balcones y ventanas que doblan la calle y se repiten, con vértices por encima, aristas, una torre en el medio de la azotea y un mástil que lo corona. Lleva nombre de patronos, “San Felipe y Santiago” y autoría de alquimista: Umberto Pittamiglio.

En otra de las esquina, está el complejo deportivo Alfredo Vázquez Acevedo, estilo Art Nouveau, con canchas de fútbol y básquetbol, con coloridos techos a dos aguas y muchos recuerdos de generaciones y generaciones de uruguayos, que pasaron por allí. No puede negar el espíritu vanguardista de la época que le tocó nacer, un poco adelantado el 900.

Enfrente está la Universidad de la Republica, monolítica, imponente, ocupa una manzana, es obra de los arquitectos Juan Aubriot y Silvio Geranio en 1911.

Pero el proceso fundacional comenzó muchos años antes, cuando en Junio de 1833, el Presbítero Dámaso Antonio Larrañaga, propuso una ley para su creación y fue aprobada.
Por la solemnidad de su presencia y las características de su arquitectura, es evidente que eran épocas optimistas, los uruguayos miraban el futuro con proyectos y alegría y lo expresaban también en la arquitectura.

PALACIO SALVO EMBLEMA MONTEVIDEANO

Su perfil define la ciudad de Montevideo desde un rincón de la Plaza Independencia. Amado y rechazado al mismo tiempo, es ineludible reconocer su arquitectura como referencia urbana de primera magnitud.

Corrían tiempos de esplendor. Todo era posible en aquel Uruguay próspero en el que un peso valía lo mismo que un dólar americano.

La ciudad comenzaba a poblarse con grandes realizaciones: el Palacio Legislativo se había inaugurado en 1925, el Palacio Salvo en 1928 y el Estadio Centenario se construiría en 1930.

En 18 de Julio y Andes estaba “La Giralda”, era la costado tanguero montevideano, donde en el año 1916, el maestro argentino Roberto Firpo, estrenó el himno de los tangos: “La Cumparsita”, de un uruguayo Gerardo Mattos Rodríguez.

Un lugar similar a la avenida Corrientes porteña, rodeada de boliches, llenos de historia popular y de acordes de tango, donde nadie duerme.

La Giralda fue demolida y comenzó la excavación para construir el nuevo palacio en el lomo mismo de la Cuchilla Grande; el predio donde se levantaría el Salvo era de mil setecientos cincuenta metros cuadrados, situado a noventa y cinco metros sobre el nivel de la calle y ciento cinco sobre el nivel del mar.

Llevó dos años vencer quince metros de capas graníticas para cimentar la gigantesca mole de un edificio que aspiraba a rascacielos. En aquellos tiempos en que los rascacielos neoyorquinos se construían con armazón de hierro, el palacio Salvo fue edificado con hormigón armado. Inaugurado en el año 1928, exhibió con orgullo, por varios años, su condición de edificio mas alto de América del Sur.

Los padres de la criatura

La idea original era levantar un hotel al estilo de los mejores de Europa. Sin embargo, al principio tan solo algunos pisos cumplieron con el destino inicial: los demás se alquilaron como apartamentos.

Los empresarios que idearon el proyecto fueron los hermanos Angel y José Salvo quienes confiaron la construcción al arquitecto Mario Palanti, un italiano que se vino a trabajar al Río de la Plata. En Buenos Aires levantó el palacio Barolo – hermano menor del Salvo- y otros edificios que no pasaron inadvertidos. Fueron contratados también el ingeniero Lorenzo Gori Salvo y el famoso artesano Enrique Albertazi.

A la hora de elegir los materiales no se escatimó en gastos para lograr lo mejor:
trajeron los mármoles de Carrara, el roble de las puertas y ventanas del Cáucaso, los granitos de Alemania. Solo una imaginación fértil y una mentalidad poco atenta a los prejuicios pudieron crear perfiles tan llenos de accidentes y protuberancias, líneas tan barrocas y formas tan complejas.

Una cúpula, que es todo un símbolo, molduras, torres, recovecos, ondulaciones, balcones, ventanas triples que salen, otras que entran. Un mundo de líneas y formas que la vista recorre asombrada. Son veinticinco pisos, algunos entrepisos, dos sótanos, un gran salón de baile, de mil metros cuadrados, decorado por Albertazi. Son imperdibles en ese salón, la serie de apliques distribuidos por el techo, algunos solo ornamentales, otros iluminan, pero todos, realizados en yeso, aunque parecen de loza, representan al reino animal, desde hipocampos, tigres, monos, pulpos, ciervos, cigüeñas, caracoles, loros.

Vida cultural interior

En el subsuelo donde hoy se encuentra el estacionamiento, hubo un teatro. Allí actuaron los famosos Lecuona Cuban Boys y seguramente interpretaron aquella canción que ellos consagraron: “El carnaval del Uruguay”. Por allí también pasaron la Venus negra Josephine Baker y el admirado cantor mejicano Jorge Negrete, cuyas canciones marcaron una época. Subiendo unos pocos niveles se encuentra la majestuosa sala de baile se dio cita gente joven de los años treinta y cuarenta.

Cada vez que la orquesta, desde el balcón del salón, interpretaba el Danubio Azul hombres y mujeres atildados, giraban al compás del vals, en aquel Uruguay feliz y optimista que supo tener sus años locos.

Entre las tertulias artísticas que tuvieron como sede al céntrico palacio, tal vez la más famosa fue la que se reunía en el departamento de Nilda Muller ubicado en el séptimo piso. Los contertulios más asiduos eran Paco Espínola Clara Silva, Alberto Zum Felde y el compositor Héctor Tosar. Además de recibir la visita de diversos intelectuales del medio, también pasaron por allí la poetisa argentina Alfonsina Storni y el gran muralista mexicano David Alfaro Siquieros y la escritora brasileña Cecilia Meirelles.

Pero si el piso siete dejó huella en la memoria cultural montevideana, la planta baja no se quedo atrás, ya que en ella por muchos años funcionó el Café Sorocabana (en el área que da hacia la avenida 18 de julio) lugar en encuentro de poetas, soñadores y bohemios.

En el décimo piso, que divide en dos la gran mole de cemento, funcionó un restaurante panorámico desde el que se podía observar parte importante de la silueta de la ciudad, incluyendo el Cerro, verdadero icono que se supone fue clave de la formación del nombre de la capital uruguaya: Monte vide eu.
Desde el momento en que la monumental obra del arquitecto Palant estuvo terminada en su exterior, suscitó opiniones encontradas entre los habitantes de la ciudad y también entre sus visitantes.

Famoso es el juicio que Le Corbusier, el gran maestro francés de la arquitectura cuando dijo que parecía “ un enano con galera” y recomendó su demolición urgente.

Entre los escritores uruguayos, las opiniones también fueron divergentes: mientras que Mario Benedetti lo calificó directamente de “feo” en una de sus novelas, Armonia Somers -excelente novelista, hoy casi olvidada-eligió el piso trece para vivir muchos años.

A su vez, quienes pueden considerarse los dos primeros poetas vanguardistas le dedicaron sendos poemas publicados en 1927, cuando aún el edificio no había sido inaugurado. Juvenal Ortiz Saralegui tituló Palacio Salvo a su primer libro (cuyo primer poema lleva título homónimo) y Alfredo Mario Ferreiro incluye en su primer libro un poema titulado “Poema del rascacielos del Salvo” un texto humorístico que expresa cierta crtica a su estética y a la vez simpatía. '

Sin embargo, sus más enconados críticos no pueden dejar de estimar su condición de referencia y de emblema montevideano. Pero además, el reconocimiento oficial llegó por partida doble en 1996 cuando fue declarado Monumento Histórico Nacional por la Comisión del Patrimonio y Monumento de Interés Municipal por el municipio de Montevideo.

En octubre de 2006 el palacio Salvo cumplió setenta y ocho años.

Su presencia tan discutida y criticada por algunos, reside en el imaginario uruguayo como un coloso indestructible.

Publicado en la revista cultural DOSSIER Año 1 Numero 0 Noviembre 2006